El avión no había aterrizado en tierra Etíope, cuando ya comenzaba a palpitar lo que se avecinaba. Siguiendo mi costumbre elegí sentarme del lado de la ventanilla, y a través de ésta lo único que pude percibir fueron escasísimas luces, que atravesaban una profunda oscuridad; imagen poco habitual cuando llegamos a la capital de un país por la noche. A las dos de la madrugada, el vuelo de Egypt Air proveniente de El Cairo aterrizó en el Aeropuerto Internacional Bole, en Addis Ababa. Una sensación de victoria por haber llegado, mezclada con nervios recorrían mi cuerpo.
El mayor desafío en mi currículum de viajera se me presentaba de forma inminente: el obtener el visado «On Arrival» para poder ingresar al país africano, y el transportarme sola, en medio de la oscura madrugada, desde el aeropuerto hacia la ciudad. Si bien sabía que los argentinos necesitamos visa para ingresar a Etiopía, ninguno de los foros que había consultado previamente en internet indicaban que fuera demasiado complicado obtenerla.
El aeropuerto era tal como lo había imaginado: muy grande y sin ningún tipo de glamour. La escasa cantidad de trabajadores no llegaba a satisfacer la demanda de los pasajeros, quienes se amontonaban contra una ventanilla intentando ser atendidos.
Tras aguardar -erróneamente- mi turno en medio del tumulto, me di cuenta que no era allí donde obtendría el visado, sino en otra parte de la terminal a la que me dirigí con bastante prisa. La oficial del aeropuerto que me atendió vestía una túnica blanca con bordados color coral en su canesú y su cabello se encontraba perfectamente cubierto por un pañuelo del mismo color. Su seño era intimidante, al igual que sus modos.
– ¿Tenés la carta? – me preguntó en un inglés precario y con un tono por demás imperativo.
– No, soy Argentina – le contesté. Dentro de los requisitos para argentinos no figuraba el presentar ninguna carta.
– Pero tú eres de Marruecos – replicó.
– No, soy Argentina – le respondí señalando la tapa de mi pasaporte.
– You are from Morocco – volvió a insistir, marcando con su dedo índice un sello de aquel país dentro de mi pasaporte.
– No, soy Argentina. Solo que visité Marruecos hace algunos meses, por eso tengo la estampa del sello de ese país – le expresé muy pausadamente y bastante resignada.
Luego de cruzar miradas con otra oficial de migraciones, terminó tomando mi pasaporte y me permitió proseguir con el trámite. Tras completar un formulario muy sencillo con mis datos personales y abonar la suma de dinero indicada, había superado la primera prueba de fuego.
Bajo la mirada curiosa de algunos etíopes en el aeropuerto, seguí mi camino hacia el hall de llegadas para buscar un taxi que me traslade hacia el hospedaje reservado. Nunca me gustó demasiado la idea de subirme sola a un vehículo conducido por un desconocido del sexo opuesto.
La sensación de no tener el control de la situación me provoca bastante inseguridad y más aún en un país que no conozco. El común de las personas piensa: «¡qué exagerada, si sólo es un viaje en taxi!». Pero la realidad de nuestros días nos obliga a nosotras, mujeres, a tomar en consideración y analizar muchos factores que jamás siquiera se cruzarían por la mente del sexo masculino.
Tras cambiar un poco de dinero, e intentar comprar una tarjeta SIM para mi teléfono móvil -desafortunadamente ningún negocio estaba abierto- me dirigí hacia el automóvil del conductor que me ofreció el precio que creí más adecuado, un modelo color verde claro, antiguo y polvoriento.
El camino por el que transitamos era una boca de lobo, y las calles no estaban asfaltadas; con el pasar de los kilómetros aquel estado fue empeorando, hasta convertirse la carretera en cráteres llenos de barro que dificultaban avanzar. El conductor, con ambas manos sobre el volante, no emitía ningún tipo de sonido. El corazón me latía fuerte y las manos me sudaban un poco. Tenía miedo. Es que ser mujer en el siglo XXI constituye un desafío constante, y el estar viajando sola hace que ese desafío sea todavía mayor. Debo sumarle el hecho de hacerlo dentro de territorios a los cuales los turistas casi no acceden.
Tan pronto como el automóvil frenó, volví a respirar nuevamente. El segundo desafío estaba cumplido: había llegado al centro de Addis Ababa y estaba por fin tranquila en el cuarto del hostal que había elegido para hospedarme.
Chofer, chofer apure ese motor
Mi principal objetivo al viajar es rodearme de locales para empaparme de sus costumbres y aprender más sobre su historia. Así que decidí viajar dentro del país de África jamás colonizado en transporte público. La cita estaba programada para las cuatro de la madrugada, pero en Etiopía todo lleva su tiempo.
El bus que me trasladaría a Bahir Dar comenzó su recorrido a las seis de la mañana. Contrario a lo que podamos imaginar, la capital Etíope carece de terminal de bus, por lo que debí aguardar dos horas a la intemperie, bajo la lluvia y sin ningún tipo de resguardo.
En el preciso instante en el que el chofer abrió la puerta del destartalado y vetusto colectivo, los pasajeros se abalanzaron, intentando colocar con toda prisa sus bártulos. Esquivando personas y bolsos, pude sentarme junto a otros tres pasajeros en uno de los últimos asientos del vehículo. Para mi fortuna, debajo del asiento un gallo se entretuvo mordiendo mis pies todo el trayecto.
Crónica de una muerte anunciada: habiendo transcurrido tan sólo tres horas de viaje, un desperfecto técnico en una de las ruedas del bus hizo que nos detuviéramos en la curva de una montaña; situación que, atendiendo a las caras de resignación de los demás pasajeros, parecía darse con bastante frecuencia. Llegué a imaginarme pasando la noche en aquel lugar, y hasta me preocupé por la escasez de alimentos. Afortunadamente, y gracias a la labor de cuatro hombres, pudimos continuar el recorrido hasta llegar al destino. Ese fue el primero de muchos viajes en transporte público en Etiopía, cargado de adrenalina y de momentos tan impredecibles como inolvidables.
En mi paso por el país africano fui testigo de los incansables esfuerzos que hacen los etíopes por hacernos sentir cómodos en su país, que si bien adolece de los servicios más básicos, desborda de hospitalidad.