En algunos países, como la Argentina, “Aruba” se usa como sustantivo para describir una situación paradisíaca. La realidad certifica esa presunción del juego idiomático. Ubicada apenas al norte de Venezuela y autónoma desde 1986 bajo el régimen de los Países Bajos, esta ex Antilla Holandesa guarda inmensos legados de su patria matriz: desde el holandés como lenguaje oficial, combinado con el local papiamento, hasta la arquitectura de sus principales centros urbanos.
La isla, que utiliza el florín como moneda, tiene menos de 200 kilómetros cuadrados de extensión y buena parte de sus costas está poblada de hoteles de categoría, en particular las áreas denominadas, sin eufemismos, High Rise Hotels, donde se agrupan los de mayor categoría, y Low Rise Hotels, donde se erigen los de presupuestos más accesibles.
Basta llegar a la playa para comprender por qué Aruba es sinónimo de paraíso: el mar es calmo, de color esmeralda, con motas azul oscuro que lo atraviesan aquí y allá; la luna y el sol, al atardecer, se enfrentan en línea recta y mientras el primero se va debilitando hacia el mar, la segunda se vuelve cada vez más brillante en las alturas; a toda hora, gorjean los bananaquit, unas avecitas muy pequeñas, de panza muy amarilla, que suelen hacer nido en las palapas, las sombrillas hechas con hojas de palma que se reproducen en la mayoría de las playas… Las iguanas se pasean orondas, con una forma de caminar muy digna, pero suelen hacerse amigas de todo aquel que tenga lechuga para darles. Esa asociación con el paraíso hace que muchas parejas elijan este destino para casarse. Cuando el sol comienza a caer, es común ver en la línea de playa alguna ceremonia de matrimonio.
Abundan los deportes náuticos: desde el kitesurf, el preferido de los visitantes, hasta el snorkel. En general, los hoteles que dan a la playa proveen a sus huéspedes, sin costo, algunas propuestas básicas para entretenerse en el agua.
Un recorrido por Oranjestad, la capital, muestra un excesivo despliegue de negocios de marca y joyerías. No es para menos: cerca de allí hay un amarradero de cruceros de lujo y a media mañana, todos los días, las calles se inundan de turistas con dinero ávidos de llevarse algún recuerdo. El Museo Arqueológico Nacional y el Museo Arubano guardan interesantes tesoros para comprender la historia local, mientras que fuerte Oranje propone bellísimas vistas de los alrededores.
De punta a punta
Más allá de la principal ciudad, es posible recorrer la isla de punta a punta en un auto de alquiler, en alguna excursión en jeep de las numerosas que se ofrecen y hasta a caballo. Si se inicia por el extremo norte, el punto de referencia será el Faro California. Notoriamente abandonado, data de 1914 y, desde su punto más alto, ofrece un panorama bellísimo de toda la zona de Palm Beach, la playa sobre la que recaen los hoteles de lujo. En uno de sus laterales, el Faro Blanco Trattoria, un restaurante casi al borde del acantilado que parece estar erguido por arte de magia. El barrio circundante, Noord, es donde eligió vivir la clase alta de Aruba.
Cerca de allí, la playa Arashi se manifiesta como una maravilla natural: formaciones rocosas peculiares en un extremo, dunas frente al mar turquesa en el otro. En el mar, un barco hundido, herrumbrado, ideal para la práctica de snorkel: a su alrededor se crearon formaciones de coral donde se ven cangrejos y, con suerte, algunas tortugas.
Siguiendo la ruta principal se llega a los barrios más “interiores”, Paradera y Santa Cruz. Luego, un camino de cactus y de casas estilo rancho lleva a las ruinas del Natural Bridge: el que fue el mayor puente natural del mundo, erosionado por el océano, que se desmoronó en 2005. Aún se puede recorrer un poco, hasta la mitad, para disfrutar de las pequeñas lagunas de agua tibia que se formaron entre las piedras, observar la furia del mar golpeando contra los laterales o sorprenderse por las torres de piedritas apiladas de autor anónimo. Thirst Aid Station, el bar que se ubica en este paraíso, es una exacerbación de la cultura kitsch: carteles de neón que indican las bondades de la cerveza, carteles de “prohibido lavarse los pies en el lavabo”, paredes atiborradas de monedas, billetes y banderas del mundo, altares erigidos para diferentes deidades… También en la vecindad hay una mina de oro abandonada que parece a punto de caer al mar.
El camino sigue hacia una formación rocosa, Casiben, que parece un gigante que estaba comiendo una granada y se le cayó al piso, y arriba al Parque Nacional Arikok, cuyo cartel de entrada es una invitación para los aventureros: “Ingrese a su propio riesgo”. Adentro, una exposición de serpientes, playas con fragmentos mínimos de arena blanquísima entre piedras, caminos montañosos y, por supuesto, las cuevas. En Quadirikiri, una de ellas, tal vez la mejor, se camina por senderos oscurísimos cuyos techos están repletos de murciélagos, que vuelan de repente por delante del visitante, sin tocarlo. Lejos de odiarlos, uno se encariña con ellos: son esenciales para la fauna del lugar, ya que en sus patas, durante sus vuelos, suelen trasladar de un lado a otro las semillas de cactus.
El recorrido termina en Baby Beach, un paraíso dentro del paraíso, con el mar muy calmo y árboles flanqueando la arena. ¿Por qué se llama “Baby”? Habrá tantas respuestas como personas a las que se les pregunte: “Porque es pequeña”, “Porque está llena de bebés”, “Porque se puede caminar mucho por el agua y sigue estando baja”.
“Aruba” se utiliza como sinónimo de “paraíso”. Basta visitar la isla para descubrir que no se trata de una simple idealización.
+info: aruba.com