Para casi todo el mundo la noticia será que empieza el invierno (o, en tal caso, el verano para los que estén al norte del Ecuador). En Buenos Aires, los canales y las radios no pararán de repetir que la mañana es helada y los cronistas detendrán a ignotos transeúntes para destacar la moda de gorritos, bufandas y polares.
Sin embargo, para los pueblos andinos del norte de nuestro país y de allí hasta el mismo Cuzco, el primer rayo de sol del 21 de junio es un nuevo inicio, el fin y principio de un ciclo. El Inti Raymi, la Fiesta del Sol, es una de las celebraciones más importantes y neurálgicas del pasado incaico.
Se trata del año nuevo andino pero que, al igual que el mapuche –que se celebra el 24 de junio, lógicamente por una cuestión geográfica de latitud sur- no se contabiliza. Es sencillamente un nuevo inicio. En el solsticio de invierno, después de la noche más larga, el sol asoma por primera vez para renovar las energías.
No es lo viejo contra lo nuevo. Se trata de una concepción de los pueblos originarios, anteriores incluso a los Incas, que poblaron los Valles Calchaquíes: nada falta, pero nada sobra, todo lo que nos rodea tiene su espíritu, su Huaca dicen, y uno es tan sólo una parte más de ese universo finito.
Estamos en Las Lomitas, a minutos de la plaza central del pueblo de Santa María, al norte de la provincia de Catamarca. Ya está clareando detrás de las Cumbres Calchaquíes, que del otro lado resguardan a la tucumana Tafí del Valle, y que su recorte natural cumplirá el mismo rol de la Inti Watana (la famosa ventanita inca por donde asomará el primer rayo en el muy cercano sitio arqueológico Fuerte Quemado).
Un enorme fogón mantiene caliente a los que llegaron de madrugada para la vigilia. Originarios, mestizos y nosotros, periodistas porteños, todos somos invitados a participar de la ceremonia que se repite también en la intimidad de las casas y tantos otros sitios que han sido sagrados para los pueblos originarios.
Aquí somos medio centenar de almas y al tiempo que el maestro Condorí llama al sol con el sonido de su erquencho –instrumento tradicional hecho con un cuerno de vaca-, el arquitecto Luis Maturano, despojado de su conocimiento académico, enseña a los participantes a vivir el momento y repite las palabras “nocka kani”, que significan en idioma quechua “yo soy yo”, una proclama que nada tiene de egoísta, sino un concepto de aceptación como parte de un todo.
A las 8:36 el sol ilumina las caras y brazos en alto. Hay quienes, en un estado máximo de concentración, caen al piso. Otros sentimos la necesidad de soltar cámaras fotográficas, dejar de lado nuestra función periodística, quitarnos sombrero y abrigos para quedar en mangas de camisa para recibir el calor del sol, pese a que la temperatura supera apenas una marca positiva.
Uno a uno, con un copón de barro rebosante de chicha, la bebida ceremonial hecha de la fermentación del maíz, le compartimos un trago a la Pachamama representada en una apacheta (un montículo piramidal de piedras apiladas a modo de ofrendas) y de cara al sol, agradeciendo el momento, bebemos para purificarnos y entrar en comunión con el entorno.
Esta celebración ancestral ha sido recuperada en los últimos años. Reconocida ahora culturalmente, ya los descendientes de aquellos pueblos no la esconden, e incluso el Municipio de Santa María lleva a cabo desde hace 8 años la Fiesta del Inti Raymi con una representación teatral con 175 adolescentes, de entre 11 y 19 años, que enseña la convivencia de las diversas culturas originarias e incaicas en los valles. Todo en un anfiteatro que tiene como magnífico telón de fondo, claro está, a las cumbres Calchaquíes.