Para degustar despacio, este país que formó parte de la ex Yugoslavia confunde al viajero, que siente que se trasladó en el tiempo o, directamente, que llegó al paraíso
Como todos los países que estaban tras la cortina de hierro (desde la óptica occidental), Croacia tiene apenas un par de décadas de experiencia en eso de recibir turistas. Por eso, la primera premisa es tener paciencia: aún en un hotel de primer nivel, como el Esplanade de Zagreb, es esperable un alto nivel de desprolijidad en la atención. Para dar pelea a esa falencia, los locales se mostrarán amables en todo momento.
Zagreb, como la capital, se constituye en un excelente punto de partida. Edificios imperiales pegados unos con los otros, arreglos florales extremadamente cuidados en calles abandonadas a su suerte, bares con sombrillas al aire libre, muchísimos museos, galerías de arte… Amerita una recorrida tranquila a lo largo de las tres plazas que llevan al centro cívico: Krawatomislava, Strossmayerov, Zrinskog. El paseo desemboca en la calle Praska, una arteria comercial no muy distinta de las de cualquier barrio de Buenos Aires y ésta lleva a Bana Jelacica, la plaza central, donde será imposible no recordar Ámsterdam: los colores, la forma, el bullicio y hasta la disposición de las palomas recuerdan a la Dam de la capital holandesa. En los alrededores, el pintoresquismo se manifiesta de todas las formas posibles. Desde el café Amelie, cuyas mesas se apoyan sobre la pared de piedra de la catedral, hasta el mismísimo edificio religioso, cuya diócesis se originó en el 1093 y cuya estructura gótica data del siglo XIII. En el medio, el Dolac: un mercado callejero donde los locales no escatiman gritos para comunicarse con los vendedores.
Para completar el círculo esencial, hay que tomar Tkalciceva: un pandemonio de bares con mesas en las calles y, cuando las hay porque la irregular geografía de la ciudad lo amerita, sobre las escalinatas. En su continuación, Ljudebita Gaja, sigue el mismo espíritu, pero se agrega un imperdible: el bar de los jardines del Museo Arqueológico.
El hogar de Diocleciano
Split está ubicada a unos 260 kilómetros de Zagreb y una de las razones por las que Croacia cobró fama internacional como destino turístico perfecto Cuenta la leyenda que el emperador Diocleciano se mandó a construir aquí un palacio hacia el 300 antes de Cristo, con el objetivo de usarlo como casita de fin de semana luego de abdicar al trono. Lo solicitó tan grande y con tantos recovecos, puso tantos requisitos e introdujo tantos cambios en sus voluntades, que murió prácticamente sin haberlo utilizado. A poco de su fallecimiento, la gente que vivía en las cercanías se percató de que semejante mole fortificada estaba deshabitada, por lo comenzó a poblarlo. Así es como una propiedad individual se convirtió en un pueblo, que supo tener hasta 9.000 habitantes y que llega hasta hoy como el casco histórico de esta ciudad.
La entrada por la calle Bosanska es un boleto al pasado. Las paredes y el piso, todo en piedra caliza y mármol; las calles, atravesadas por arcos en la parte superior, que juegan el rol de mini-Puente de los Suspiros; en los rincones, santos esculpidos; torres con relojes y campanas que no parecen conducir a ninguna iglesia… A los pocos pasos, la Plaza Narondi y su Restaurante Central (Gradshka Kavana, en croata). Apenas 300 metros más adelante, la Riva: una costanera con restaurantes en hilera, carritos que venden chucherías y barquitos que flotan en el Adriático. El acceso al área subterránea del Palacio de Diocleciano está marcada por una fuente y un cartel: “Prohibido tirar monedas”. En el fondo del agua, cientos de monedas. Siguen una estructura laberíntica con objetos que tienen 2400 años de antigüedad, una fábrica de aceite de oliva de la edad media convertida en el depósito de los deshechos de la ciudad y muy poca señalización. Al centro, una escalera que lleva a la Catedral, que es también el antiguo mausoleo romano. Sus escalinatas sirven como anfiteatro y, por las noches, es común que se presenten artistas para cantar en vivo.
Caminar es la misión: por las calles interiores del casco antiguo (lo que lleva a descubrir sitios como Aleppia, un restaurante casi escondido entre los muros de piedra o la pizzería Fortuna, autoproclamada como la más antigua de Split), por la Riva, por Mormontova (donde se aglutinan las grandes marcas). Todo el perímetro de la antigua propiedad de Diocleciano está amurallado, excepto el lateral que da al mar.
Más islas, más historia
Entre las islas a las que se llega desde el puerto de Split, Hvar, ubicada a 50 minutos en catamarán, representa la perfección: hoteles que dan al mar y una multitud de casas idénticas con frente color marfil y techos de teja anaranjada que marcan el camino hacia el casco histórico, en permanente ascenso hasta la fortaleza que corona la vista. Desde allí se pueden tomar otros barcos hacia islas con playas, predominantemente con piso de piedra (excepto Palmizana, de arena) o, simplemente, caminar y caminar. Siempre habrá algún nuevo detalle no descubierto en el recorrido anterior.
Como postre, Dubrovnik. A 250 kilómetros de Split (si se recorren por tierra, además, habrá una parada obligatoria en Neum, perteneciente a otro país: Bosnia Hercegovina), tiene, a diferencia de las anteriores, una oferta hotelera muy desarrollada, con establecimientos gigantescos que dan a la costa (como el Radisson Blu, ubicado en realidad en la vecina Orasac).
Si Split es un viaje al pasado, Graz, la ciudad amurallada de Dubrovnik, es una inmersión absoluta en una época remota. De fuerte impronta medieval, se accede por un puente levadizo. La calle principal, Placa Stradum, ofrece pura magia en sus poco más de 500 metros de extensión. ¿Elegir un restaurante? Misión imposible: todos, iluminados con velas, con sus mesas sobre el suelo de piedra, son perfectos. En la antigua aduana, una exposición sirve como excusa para comprender las costumbres, las leyendas y la historia de Croacia. Al lado, una artesana hace bordados típicos del país y explica a quien quiera escucharla su técnica. Eso sí, no habla ni una palabra que no sea en croata. Los agujeros que dejaron los bombardeos de la guerra de 1991-1992 contra los serbios se sienten como heridas propias. Es fundamental recorrer estas calles con una guía en la mano: cada centímetro tiene su historia.
Croacia no termina aquí. Tiene más islas, más parques nacionales, más recorridos, más secretos. Sin embargo, pueden considerarse estos pocos puntos clave como una degustación de sus maravillas.