A 140 kilómetros de Trelew, en dirección a Tecka, la meseta chubutense juega a pasar de estepa a quebrada y viceversa. Los mapas digitales muestran lagos y lagunas inexistentes a lo largo de toda la RN25. En verdad, son ahora grandes manchas blancas de minerales en la tierra, tras su sequía.
Cruce de ruta perpendicular es sinónimo de estación de combustible, así que donde en latitudes más australes implicaría cargar o morir, Gaiman, Dolavon, las Plumas, Los Altares y Paso de Indios se encargan de no dejar tirado a nadie y que la travesía no sea un sufrimiento de 500 kilómetros. Por eso es una sorpresa para la familia que se ofreció a llevarnos, que les pidamos que nos dejen en un cruce sin pueblo alguno.
Miri sigue abstemia de cualquier imagen que le describa lo que pronto podrá ver con sus propios ojos. Yo, en cambio, sé perfectamente a donde voy (casi siempre). Eso nos hace un cóctel especial. Su libertad se ampara en mis certezas para andar sin miedos, las mías se deshacen con su entusiasmo para saber soltarme a las incertidumbres y sorpresas. Nos tironeamos y nos encontramos en el medio. Ambos independientes, viajaríamos solos gustosos. Lo hemos hecho bastante y elegimos ahora seguir juntos.
Nos paramos donde nadie va. Hacia donde nadie vira. Almorzamos, tomamos mates, seguimos un camino de hormigas, nos acostamos en el pavimento, cantamos y “namoramos”.
Un auto parece haberse confundido. No queda claro si por encontrarse en el medio de la nada o por encontrarnos en la planicie también.
Hernán y Jessi son artesanos de General Roca – Rio Negro y están entrando hacia el Dique Florentino Ameghino. Bajan el vidrio y nos dicen: “No van a poder creer que algo como éso está en medio de algo como ésto”.
En un corto pero zigzagueante camino, el pavimento se hunde y la trompa del auto se inclina a 60°. La tierra que nos sostiene se corta y levanta muros, torres rojas a nuestros lados. De golpe, la única forma de continuar es atravesando la arcilla ante nosotros aparecida. Una curva más y un túnel nos abren paso. La luz al final y la inmensidad del agua.
Agua encajonada por las quebradas hasta donde dé la vista. Nuestro camino, transformado en la contención de toda ella hacia nuestra derecha. Hacia la izquierda, una pequeña central hidroeléctrica y una Villa de juguete.
Otro túnel y más zigzag. Las piedras en las laderas parecen sueltas y propicias al derrumbe por momentos. Pero durante el verano el camino es muy transitado, ya que la Villa se torna una suerte de colonia de vacaciones para toda la región. En el momento que nos toca es otra la historia. En aparentes obras, algunas máquinas esperan la llegada de algún operario para colocar un adoquinado en las calles. Desolado, no abandonado. Pintoresco, pero sin nadie. Pasamos por una escuela grande, capaz de albergar tranquilamente a 200 chicos, pero en el pueblo no hay ni un menor a nuestra llegada. Tan solo una mujer mayor sentada en una silla de patio nos ve pasar.
Ya de este lado del embalse, el Río Chubut continúa su cauce. Aquel en el que en 2002 un grupo de alumnos y docentes cayeron por subirse todos juntos a una pasarela colgante. Nosotros cruzamos por un puente de cemento hacia el área de camping municipal, pero tampoco hay quien nos controle, cobre o simplemente salude.
Aprovechamos una mesita de cemento de una parcela para sentarnos a matear. Miramos a nuestro alrededor. ¡Qué lugar! Todo es verde. Un verde bien intenso que contrasta con el colorado de la roca. Tanta arboleda acompaña al río como si lo demarcara, pero crece por él y lo sigue de punta a punta, completamente natural y digno de la Pampa húmeda. Fuera de esa línea, vuelve la estepa patagónica de coirones petizos. Ameghino es como un oasis. Un subsuelo ente paredones que mantiene un microclima.
Lo que parece una locura es que el pueblo se ubique exactamente detrás del Dique y no sobre él. El agua que lo llena de vida en el medio del desierto sería su perdición ante cualquier falla humana, digital o mecánica. Será por eso, quizás, que fuera de esa temporada de vacaciones se la ve tan desolada. Según los últimos censos, en 2001 contaba con 224 habitantes fijos y en 2010, con 154. En 2019 sólo podemos dar fe de una señora mayor.
Hernán hace 30 años que se dedica al calado de madera y Jessi se sumó a él hace tres, cuando comenzaron a convivir. Un poco haciendo entregas, un poco disfrutando y vacacionando, viajan por la provincia.
Nos extienden la invitación para cuando estemos en General Roca y ofrecen alcanzarnos hasta la cordillera, pueden dejarnos en Esquel. Ameghino es hermoso para quedarse acampando al lado del río y al no haber gente la tranquilidad estaría asegurada. Pero la falta de un almacén nos fuerza a recalcular las provisiones que traemos y el hecho de que no haya un alma puede ser un tiro por la culata a la salida, viajando a dedo. Aceptamos la oferta.
Dejamos un lugar que desconcierta, sorprende y atrae, porque parece ocultar misterios detrás de sus murallones y deja un montón de interrogantes. Se trata de una especie de limbo en el que la vida y la muerte pulsan sobre la superficie del agua de un lado y del otro del concreto. Su belleza y su aislamiento son entre relajantes y tensionantes. Una Villa Epecuén bonaerense, aún colorida pero igual de aletargada. Una parada obligada sobre la RN25.