Desde siempre se ha dicho que los viajes se disfrutan antes, durante y después de los mismos. La adrenalina del viaje comienza a correr por el cuerpo desde que tenemos el ticket aéreo comprado. En ese momento, nuestra travesía tiene fecha, hora, línea aérea y lo más importante: el destino.
Google comienza a responder nuestras consultas: “¿qué hacer en dos días en Ámsterdam?”; “mejores circuitos para cuatro días en Barcelona”; “top ten de bares de cerveza en Berlín”; “mejores hoteles para bajo presupuesto en Nueva York”, entre otros. Al instante, Instangram y Facebook también se enteran de la aventura y es una constante las publicidades con los hoteles, líneas aéreas y lugares para visitar.
Pero la Pandemia nos ha impedido realizar un desplazamiento físico. Sin embargo, esto no nos imposibilita ponernos en “modo avión” y hacernos preguntas, cuyas respuestas no se encuentran en Google: ¿por qué viajamos? ¿Qué buscamos?
¿Qué reflejan nuestras selfies: nos detenemos en lugares que han impactado en nuestra alma o sólo sumamos un paisaje a un álbum sinsentido? Cuando hacemos miles de kilómetros ¿Estamos dispuestos a salir de nuestra zona de confort o sólo cambiamos colores y texturas de los almohadones que nos rodean?
Indudablemente, podemos descubrir (nos) comiendo o caminando en lugares que tenemos a tan sólo cinco cuadras de casa. Se puede optar por salir de nuestra zona de confort, interesarnos por el sitio en donde estamos, abrirnos a lo que el lugar nos propone y vincularnos con gente diferente (cara a cara o a través de una pantalla, eso no importa).
Hoy más que nunca, podemos regresar a casa transformados, aunque no hayamos sumado millas.