Ruy Ohtake no diseñaba edificios: dibujaba declaraciones. Cada una de sus obras lleva impresa la convicción de que la arquitectura puede transformar no solo una ciudad, sino la manera en que sentimos el mundo. De todas sus creaciones, hay una que se convirtió en emblema, en silueta imposible de olvidar, en forma que despierta antes que la palabra: el Hotel Unique. Un cuerpo curvo e inclasificable que emerge en São Paulo como si la ciudad hubiese dado a luz a un objeto extraño, elegante y magnético.
En un entorno marcado por los perfiles rectos del urbanismo moderno, Ohtake imaginó un hotel que rompiera con las geometrías conocidas. Lo hizo sin pedir permiso. Apostó por lo impensado: un arco de concreto que parece un barco encallado en la gran avenida, o tal vez un ojo entornado que observa el skyline con ironía. Ninguna comparación alcanza. Porque el Unique no se parece a nada, y sin embargo, nadie que lo vea una vez lo olvida.
En su interior, el edificio se comporta como una obra sensorial. La arquitectura no es decorado: es dramaturgia. Desde el primer instante, se activa una coreografía de silencios, sombras y curvas. El ascensor, en penumbra, propone una pausa para dejar afuera el caos. Los pasillos no avanzan en línea recta, se deslizan. No iluminan: sugieren. El concreto, con su aspereza de belleza brutalista, se combina con cielos azules y suelos que susurran agua.
Es imposible caminar por el Unique sin sentirse parte de una ficción. Aquí, la ciudad queda suspendida. Adentro no hay estridencia, hay misterio. Cada habitación se abre como una escena. Los materiales elegidos —maderas cálidas, blancos limpios, texturas que se sienten más que se ven— están al servicio del confort emocional. Uno no “entra” a una habitación: la habita como quien vuelve a un estado más íntimo, más silencioso, más propio.
Las ventanas no son simples accesos a la luz. Son formas escultóricas que miran São Paulo con ojos redondos. Hay algo de máscara, algo de escudo, algo de invitación. La experiencia es estética, pero también lúdica. Una ducha que se convierte en espectáculo privado gracias a su película opaca activable, un televisor que se oculta detrás del espejo, un sistema de sonido que se despliega desde el silencio. La tecnología no invade: acompaña.
Pero lo verdaderamente inesperado es lo que rompe la lógica del diseño futurista: una bañera victoriana. Como una interrupción poética. Como un juego de contrastes que el hotel asume con placer. Porque el Unique no quiere convencernos de su coherencia: quiere provocarnos.
Cada detalle parece haber sido pensado para crear esa sensación ambigua de sorpresa y familiaridad. Los armarios funcionan como vitrinas de cristal, la iluminación responde al estado de ánimo y la cama —king o super king— es una promesa cumplida de rendición. Acostarse en ella no es dormir: es dejarse caer.
Y hay más. Porque incluso en los gestos sutiles, el Unique deja huella. Obras de arte brasileñas, esculturas pequeñas que dialogan con el espacio, libros que aparecen como una voz baja entre el concreto. Nada es casual, nada es rígido, todo está en movimiento.
La reciente renovación, a cargo de João Armentano, no quiso borrar lo que Ohtake había dicho, sino susurrarlo de nuevo. Se actualizaron 30 habitaciones con un respeto absoluto por el trazo original. No se tocó el alma, solo se le dio una nueva piel. Las texturas se volvieron más cálidas, la luz más amable, los elementos más invisiblemente presentes.
Alojarse en el Hotel Unique no es quedarse en un hotel: es habitar una idea. Una idea poderosa que dice que el lujo no es una colección de objetos caros, sino una experiencia estética envolvente. Que la belleza no es obviedad, sino atrevimiento. Que la arquitectura, cuando se hace con verdad, puede cambiar la forma en que dormimos, soñamos y despertamos.
¿Te animás a dormir en una obra de arte?
Texto: Flavia Tomaello.