En el corazón vertical de São Paulo, donde la ciudad parece competir con el cielo en una carrera de reflejos, hay un punto donde el tiempo desacelera, sin detenerse. Se trata del Tivoli Mofarrej, un manifiesto de serenidad elevada sobre el tráfago incesante de la megalópolis. No es apenas un hotel: es la versión más contenida y sublime de una São Paulo que rara vez se detiene a mirarse al espejo.
La torre anaranjada que lo contiene—y que se impone como centinela entre las laderas del barrio Jardins y la Avenida Paulista—no fue siempre un ícono de sofisticación discreta. Nació en los años sesenta con un gesto de monumentalismo brutalista, de la mano del arquitecto Pablo Slemenson, cuando la ciudad aún intentaba trazar su perfil definitivo. Luego fue adquirida por una cadena francesa, se sumergió en el glamour tropical de las décadas siguientes, hasta que en 2009 renació en la piel del Tivoli Mofarrej que hoy encarna una elegancia que no necesita gritar.
Un manifiesto sensorial entre líneas rectas
La experiencia de alojarse en el Tivoli comienza antes de que se crucen sus puertas. El barrio mismo parece preparar al visitante para una transición. Jardins no es sólo un enclave elegante: es una pausa. Sus calles arboladas, sus galerías de arte ocultas, los cafés discretos en esquinas sin apuro y las librerías donde los títulos aún se hojean de pie. Es en esa atmósfera que se incrusta el hotel, como una forma de continuar la conversación urbana sin elevar la voz.
Al ingresar, el contraste con el ruido externo se vuelve radical. Hay algo casi coreografiado en el silencio que domina el lobby. Las texturas dominan: mármoles tenues, maderas cálidas, acero que refleja sin encandilar. El rediseño interior a cargo de la arquitecta Patricia Anastassiadis, una de las voces más refinadas del diseño brasileño contemporáneo, dialoga con lo que São Paulo puede ser cuando se deja guiar por la contemplación.
Todo en el Tivoli parece construido para devolver al huésped una forma de concentración: las lámparas de luz contenida que trazan líneas en la penumbra; los sofás que invitan a hundirse sin premura; los perfumes apenas insinuados que conjugan memoria y presente. Es un hotel que abraza sin envolver, que acompaña sin invadir.
Vistas al deseo y rituales urbanos
Desde cualquiera de sus 217 habitaciones—especialmente desde las Signature y las Mofarrej Suites—la ciudad se convierte en una escenografía lejana. Hay algo en la altura, en la manera en que las ventanas enmarcan el paisaje, que permite a São Paulo ser observada como una posibilidad en lugar de una urgencia.
La joya del hotel, sin embargo, flota aún más arriba. El Seen, su restaurante y bar panorámico, es un rito casi iniciático para quienes desean entender la nueva escena paulista. Creado por el chef portugués Olivier da Costa, es un espacio donde la gastronomía se disuelve en música, coctelería, arte de vivir. Su barra oval, su carta de sabores brasileños en clave internacional y su paisaje de vidrio lo convierten en una celebración constante del hedonismo curado.
Pero el Tivoli no se limita a esa postal. En la planta baja, el Must Bar ofrece una contracara intimista, donde los tragos de autor y la programación musical crean un clima de jazz atemporal. Y en el Anantara Spa, uno de los mejores del país, el cuerpo parece ser devuelto a su centro a través de terapias de inspiración asiática y rituales profundamente conectados con las raíces brasileñas.
El lujo sin énfasis
Es difícil describir el Tivoli sin caer en la tentación de la hipérbole. Y sin embargo, lo que más lo define es la mesura. No hay desborde en su propuesta, sino una sofisticación tejida en los detalles: la calidez del personal sin rigidez ceremonial; la carta de almohadas que anticipa necesidades aún no enunciadas; el ritmo pausado con que cada espacio respira, como si hubiese sido diseñado para contrarrestar el apremio con que se vive más allá del ventanal.
Quienes llegan aquí lo hacen en busca de una cierta sintonía: ejecutivos internacionales que necesitan una tregua entre reuniones; artistas que saben que la inspiración habita en los intersticios del confort; viajeros que no distinguen entre destino y experiencia. Muchos regresan. Algunos eligen no irse del todo.
Un enclave suspendido
São Paulo puede ser brutal y bellísima en su simultaneidad. Puede desbordar de estímulo, de caos, de vértigo. El Tivoli Mofarrej no niega esa intensidad: la observa, la acompaña, pero propone otra velocidad. Es un hotel que invita a detenerse no para escapar, sino para mirar mejor.
No es un refugio. Es un manifiesto. Un modo de habitar São Paulo sin sucumbir a su arremetida. Un puente entre el ruido y el deseo. Una arquitectura del silencio con vista panorámica al alma de la ciudad.
Texto: Flavia Tomaello