Siempre tuve cierta devoción por las canastas de picnic, los manteles cuadrillé y la libertad de sumar pequeñas cosas ricas fácilmente comestibles bajo el sol. Estoy convencida de que no se necesita de una ocasión especial, ni siquiera de estar en un viaje largo, sino simplemente de dejarse llevar por una buena excusa que nos derive a una locación agradable con alguna comida sencilla que se volverá más sabrosa si disfrutamos el entorno.
Los picnics son una versión divertida de las comidas en ruta: una manera de escaparle a la multitudinaria y no siempre grata experiencia de la estación de servicio, y de que la panzada en un comedor de pueblo chico gane la pulseada entre el volante y una siesta. Basta con preguntar. ¿Qué comer? No. La pregunta es dónde. Si uno elige salir precavido con una conservadora y unos sandwichs desde casa, o prefiere comprar en la rotisería de algún pueblo intermedio algo calentito y recién hecho, igualmente debe hacer la pregunta: ¿dónde es el lugar más recomendable para extender el mantel de picnic?
Comer viendo una montaña o un río le hará bien a la digestión y a la mente. El paisaje es el mejor ventanal que podemos ponernos por delante de los cubiertos y el plato. Vale comer con la mano, tomar del termo, descorchar un vino aunque no haya copa, compartir el vasito plástico, usar un cortaplumas para abrir una lata de paté, comprar pan casero local para acompañarlo. Vale doble la sobremesa recostado en una piedra, la arena o con los pies dentro del agua.
Qué importa si llueve o si hace mucho sol. Siempre habrá un refugio. Por los caminos de nuestras notas hemos encontrado y disfrutado miles, lástima que el hambre suele actuar más rápido que la foto que les podamos compartir.