Italia Por el mundo Viajando

La isla de todos los tiempos

Lido. Venecia

El Lido tienta con sus playas, exhibe vestigios de sus múltiples eras doradas, y se consolida como destino gracias a su festival internacional de cine

Con la mirada tradicional de la Venecia conocida, pero todo la impronta continental, Lido es una sabia mezcla de los dos mundos.

El Lido es la única isla de Venecia que tiene playas. La aristocracia italiana lleva siglos eligiéndola como destino vacacional. Y, como tal, muestra cicatrices de diferentes etapas históricas.

 

 

 

Llegar al Lido es sencillo: se puede acceder por vaporetto, las típicas lanchas colectivas de Venecia (es necesario obtener el ticket especial de la empresa Alilaguna, diferente de ACTV, que es la que brinda los pases diarios con una cantidad de viajes irrestricta), pero también por ferry (que transportan autos, porque Lido, a diferencia de las otras islas, tiene calles transitables).

Una recorrida por Santa María Elisabetta (si se llega por vaporetto desde San Marco, muy probablemente se baje en este punto: la estación Lido SME), la avenida que la cruza de punta a punta en su extremo norte (la isla es alargada, casi como un espagueti de apenas cuatro o cinco cuadras de ancho, en dirección norte-sur), remite a la década del ’70: la estética de los negocios, los toldos de los restaurantes, las mesas de los bares… todos esos elementos construyen para el visitante un viaje en el tiempo a lo que fue, probablemente, una de las épocas de mayor esplendor del balneario.

Los años ’20 también fueron un período de oro para el Lido. El súper kitsch hotel Ausonia & Hungaria, de estilo modernista, con su frente de azulejos policromados diseñado por el ceramista Luigi Fabris y sus innumerables detalles artísticos, que hacen que dos ojos sean insuficientes para abarcarlos, es uno de los principales testimonios de ese auge. Fundado en 1907, cerrado durante la Primera Guerra Mundial y reabierto en 1920, cuenta con una terraza inmejorable para tomar un trago por las tardes y con su histórico salón de baile, en el que el amanecer encontró a miles de entusiastas moviéndose en sus pistas.

Junto al mar

A pocos metros, ya cerca de la arena, y apenas a una década hacia atrás en el tiempo de distancia, el sobrio Hotel des Baines, donde pasó sus noches el protagonista de Muerte en Venecia, novela que Thomas Mann escribió en 1912. El hotel tuvo su propio destino trágico: en 2008 se incendió mientras se realizaban trabajos de renovación y, a pesar de las múltiples promesas de reapertura, llega hasta nuestros días reconvertido en un complejo residencial. De una época similar, con una impronta mucho más cercana al arte veneciano tradicional, el Hotel Excelsior, a mitad de camino en el Lungomare Marconi (la calle paralela al mar), nos devuelve al presente: su impronta lujosa atraviesa los tiempos. Tomar un café en su bar o en el Grand Hotel Hungaria y Ausonia, uno de los más bellos del Lido, recientemente restaurado para el estilo «liberty» que lo caracterizaba, es una tentación a encontrarse con los más famosos.

Los balnearios son mayormente privados y pertenecen a los hoteles. Sin embargo, existen espacios de playa pública. La arena es suave y el mar azul y extremadamente calmo. Se puede caminar durante metros hacia adentro del Adriático y el agua, de temperatura deliciosa, no superará la altura de la cintura. En el horizonte, decenas de yates van y vienen, mientras que en la arena los niños juegan con sobreabundancia de juguetes: lejos de contar con un balde y una palita, cada uno de los más pequeños del Lido dispone de un verdadero arsenal de entretenimientos, que incluye barquitos a motor, cocodrilos inflables, diversas herramientas de excavación y selección de arena y elementos deportivos. La estética de los balnearios nos devuelve a los ’70: casetas bicolor (a rayas, blancas y verdes o blancas y azules) y un espacio privado al fondo para cambiar de ropas.

Quienes deseen hacer una inmersión más profunda en el tiempo pueden dirigirse hacia Malamocco, en el centro de la isla, donde residieron los primeros dux de Venecia hasta que Agnello Partecipazio, el décimo en ocupar ese cargo, ordenó el traslado hacia San Marco, en el siglo IX. Los vestigios antiguos no se agotan allí: el cementerio judío data del siglo XIV y la iglesia de San Nicolás, en la parte norte y que conserva parte de las reliquias del santo (la otra porción se encuentra en la de Bari), del siglo XI.

La vida, como en el cine

Todas las huellas históricas que marcan el Lido confluyen en su festival internacional de cine. La “Mostra”, como se lo conoce habitualmente, se celebra todos los años hacia el mes de septiembre, cuando el sol todavía invita a pasar por las playas entre proyección y proyección.

La isla se atiborra de afiches (al mismo tiempo que en Venecia, las vidrieras de negocios de las principales marcas, como Armani o Prada, exhiben temáticas cinematográficas) y de servicios para facilitar la vida de los asistentes. Por ejemplo, un bus pasa cada diez minutos por la estación de vaporetto y deja a todos los pasajeros directamente frente al palacio del cine. Por aquí y por allá caminan personas con su acreditación pendiéndole del cuello como si fuera un valioso collar: algunos son directores; otros, estudiantes; unos más, periodistas. Todos tienen el mismo objetivo: empaparse con los mejores exponentes del cine mundial.

El ambiente se impregna de colores: la alfombra roja que lleva al salón Giardino, aún más rojo, y contrasta con Toni, un bar ad hoc completamente blanco, mismo tono que predomina en Terrazza Biennale, un bar que ofrece una vista perfecta del mar. Por los alrededores del Palazzo del Cinema o del Palazzo del Casino (el otro gran espacio de proyección), en un ámbito de camaradería en la que todos los que transitan ese mismo lugar parecen ser amigos, conviene caminar con los ojos entrecerrados para sentir la presencia de los grandes ganadores que pasaron por allí mismo: desde Luis Buñuel hasta Akira Kurosawa, desde Luchino Visconti hasta Sofia Coppola.

Luego, ya con los ojos abiertos, lo mejor es cruzar la calle y ubicarse de frente al mar. De tantas vueltas alrededor del tiempo, nada mejor que el ir y venir de las olas calmas para recuperar el sentido del aquí y el ahora.