Por Mariu Fregenal
Noviembre en Berlín. Atardece. El sol se oculta lentamente. El frío otoñal envuelve. Cerca de la puerta de Brandemburgo se encuentra el “Monumento Memorial a los Judíos Asesinados en Europa”. Al llegar se visualiza una placa que señala que son 2711 bloques de hormigón. Sus tamaños son diferentes. Parecieran simbolizar a las lápidas anónimas de los fallecidos en los campos de concentración. Las escena es siempre gris; quizás se deba a las cenizas de las víctimas.
El memorial propone su ingreso desde cualquiera de sus múltiples entradas. La elección es propia. Avanzas.
Comienza el laberinto interactivo. Avanzas.
Unos bloques oscuros de la altura de la rodilla dan la bienvenida. Avanzas.
El tamaño de las estructuras va en aumento. Avanzas.
Llegan a los hombros. Avanzas.
Superan la altura humana. Avanzas.
El desconcierto y el encierro se apropian del cuerpo. Avanzas.
Esta sensación acompaña varios metros. Avanzas.
No hay escapatoria. Avanzas.
Parece eso. Avanzas.
Salirse del camino correcto es perder. Avanzas.
Una luz tenue señala el camino de salida. Avanzas.
El alivio invade. Avanzas.
Los bloques disminuyen su tamaño. Avanzas.
Son de la altura de la rodilla. Avanzas.
El juego del espanto llega a su fin.
En el cuerpo intacto queda una marca dolorosa e introspectiva de lo vivido: “lo que se ha hecho no se puede deshacer, pero se puede evitar a que ocurra de nuevo.”