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Anécdota de un alud

Lluvia

Años de experiencia acampando no sirven de nada sin la principal norma: el respeto a la naturaleza.

Ya en Patagonia y habiendo atravesado la costa rionegrina, tomo la decisión de parar en Puerto Madryn unos días. La ciudad une la Ruta Nacional 3, con la Reserva Provincial Península de Valdés, donde se hacen avistajes de orcas, ballenas, lobos, elefantes marinos y pingüinos, entre tantos.

Por tercera vez me reciben en un hogar gracias a la aplicación para mochileros couchsurfing. Seila, la española que alquila la casa, está recibiendo a dos viajeras. Clamar es de Colombia y es masajista. Mirian es de Brasil y es maquilladora. Al momento en que aplaudo en el medio de la calle, absolutamente perdido por la falta de numeración en las puertas, ambas están trabajando y no escuchan. Para colmo, me quedo sin batería e incomunicado.

Dejo la mochila en la vereda y empiezo a caminar ojeando las demás casas de la cuadra. Sé que el bolso con la carpa pesa alrededor de 25 kilos y nadie se la va a llevar corriendo, pero cuando me doy vuelta a relojear un grupo de cinco personas lo rodea.

 

 

 

Me acerco caminando en la oscuridad de la noche y chisto a la distancia. Me miran… «¿Es tuyo?» Les contesto que sí y, cuando me doy cuenta que causo más miedo yo que el grupo, me muestro a la luz del farol de calle. Me saco la capucha y les cuento que soy un recién llegado que busca la casa de una chica española… «¿Seila? ¡Es acá! ¡Hoy invitó a cenar a todos!».

La noche suave, ni fría ni calurosa, hace que la reunión sea al aire libre y, a la llegada de la anfitriona, nos conocemos, reimos y tomamos unas cervezas. Tan bueno resulta el primer encuentro que al día siguiente estamos repitiendo en la playa de verdes algas y continuando hasta la aparición de la luna llena, con un fogón.

Entre más comida y bebida frente al oleaje, mis pies y los de Mirian se tocan bajo la arena. La mañana nos encuentra juntos y listos para hacer una incursión a Península de Valdés.


Península de Valdés – Puerto Pirámides

El Área Natural Protegida es Patrimonio de la Humanidad, declarado por UNESCO. Está unida al continente por una delgada línea de tierra, aprovechada por la Ruta Provincial 2 que llega a Puerto Pirámides, localidad base del circuito de avistajes.

Hacemos dedo una hora y tenemos la suerte de ser levantados por un vecino. Como sus acompañantes, nos exhimen del pago de la entrada.

No es época aún de ballenas -septiembre y octubre son los mejores meses-, pero la península es rica en fauna durante todo el año. No tenemos apuro. El día es ideal y el cielo está tan despejado que no podemos evitar disfrutar la tarde en la playa.

A la distancia podemos ver el viento de mar mezclándose con el patagónico que anuncia una lluvia contrastante en Madryn. No nos alertamos. Las olas le llegan por las rodillas a Miri, que comparte espacio con una pareja de lobos marinos. Yo capturo cada momento en mi cabeza.

El acampe

Caminamos, nos alejamos del centro del pueblo y pasamos las líneas de las barrancas. Muchos lo hacen, pero son más los que están volviendo que los que estamos yendo. Alguna gota que transporta el aire nos llega a rozar las mejillas y nos hace volver a mirar al horizonte. La lluvia de Madryn empieza a blanquear sus pretensiones y amenaza seriamente. Comienza una garúa.

No queremos desperdiciar la luz que nos permite disfrutar de la playa, pero la llovisna nos fuerza a apurarnos a buscar un lugar para plantar carpa. Calculamos la crecida del mar y subimos las dunas que lo separan de los acantilados. Su altura nos debiera mantener a salvo, pero estamos en una meseta de espinales y encontramos sólo un espacio virgen de arbustos como para no pincharnos la espalda al dormir. Unimos varillas y tendemos la lona.

No parece hacer falta estacas, pero nos percatamos la razón por la que el espacio elegido está sin vegetación: hacia arriba, pareciera haber un trazado natural de bajada de agua. Nos miramos. Sabemos que estamos mal ubicados, pero la lluvia no parece lo suficientemente intensa como para generar una bajada pluvial que nos afecte. Es mucho mayor el riesgo de perder nuestros dispositivos electrónicos -notebook, cámara de fotos y celulares- de seguir expuestos al rocío constante. Tomamos la decisión. Cavamos una profunda zanja que nos diera alguna seguridad mayor y safamos.

La lluvia para en algunos minutos y despeja el cielo nuevamente. Otra vez el anaranjado de los últimos rayos de atardecer muestra como vencedor vespertino al sol. El paisaje vuelve a dejarse admirar y nosotros respiramos aliviados. Tomamos la decisión correcta -pensamos- y disfrutamos de todas las maneras imaginables el pequeño momento paradisíaco que el ambiente nos ofrece.

El naranja da paso al brillante blanco y hasta las estrellas se tapan con la luminosidad de la luna naciente. Nos quedamos viéndola desde la entrada de nuestra carpa hasta el momento en que algunas pequeñas nubes vuelven a aparecer para molestarla. Un pequeño viento se levanta también.

Distorsionado el espectáculo, cocinamos unos fideos y miramos las fotos sacadas, que nos hacen repetir el día. Silencio de la noche y la boca llena de una cena sencilla.


Y entonces…

Algunas gotas disrumpen picando contra la lona del cubretecho. No le damos importancia, seguimos en la nuestra. A la insurrección se suman otras y el viento comienza a hacer temblar nuestra barraca. Disimulamos entre nosotros el saber que debimos cambiar de lugar cuando tuvimos tregua. Ahora es tarde.

Siento un frío que empieza a recorrer mi cola apoyada contra el suelo y coloco la mano como el herido de bala que se cerciora del impacto en su cuerpo. «Agua», llego a decirle a Miri. Ella abre los ojos, está cayendo en la cuenta.

Algo empuja con mucha más fuerza y corre mi mano. La pared trasera de tela se acerca 10 centímetros. «¡Tierra!», ¡todos los elementos vienen por nosotros desde atrás! «¡Hay que salir!», grito y me apuro a abrir el cierre.
En cuanto el espacio es suficiente, Miri asoma la cabeza afuera. La pared del fondo se acerca 20 centímetros más y empieza a envolver mi espalda que intenta sostenerla. Algunas de las cosas ubicadas en el borde de la carpa saltan por la borda intentando escaparse también, pero son absorbidas por el río de barro. A mí el frío me recorre cada parte del cuerpo y la presión me llega hasta la nuca.

Miri salta y deja el espacio para que la siga. «¡Tomá la cámara!» le paso el bolsito casi sin levantarme de mi posición. El agua que fluye a nuestros lados todavía nos permite hacer el pasamanos.

Hundo la cabeza nuevamente, como bombero que después de salvar una persona debe volver al edificio en llamas por la mascota. Agarro las dos mochilas. No están pesadas, la mayoría de las cosas están desparramadas y mojadas, pero no importa. ¡Hay que rescatar lo que se pueda! Me incorporo. Mis pies siguen del lado de adentro, pero mi cuerpo está por afuera con las mochilas. Llueve torrencialmente, diluvia. Nos empapamos.

El agua ya forma un arroyo y las mochilas son más pesadas. Miri está refugiando la cámara bajo un pequeño arbusto. No tengo tiempo de esperarla, crece el caudal. Tiro un primer mochilón y llega al otro lado. Lanzo el segundo. «¡Saltá!» me grita Miri. La carpa entera se retuerce y dobla detrás de mis rodillas. Se traba en mis talones, busca barrerme. Me olvido de todo y me lanzo. Caigo con un pie delante del otro y trastabillo. Detrás mío, no hay rastros de que alguna vez acampamos ahí.

Como si hubiera sido a propósito, la lluvia para en menos de un minuto. Nos miramos con Mirian. No queda más que reírnos para no llorar. «Bueno… sabíamos dónde estábamos». «Sí, sabíamos».


La tragicómica caminata

Ella, en bikini. Yo, con un pantalón corto de fútbol y en cuero. Embarrados, mojados. Sin remeras y descalzos. En las mochilas, sólo una camperita para cada uno. El termo y el mate están. «¿Documentos, dinero?» No. A llorarle a Poseidón.

Deja de bajar agua y Miri se mete hasta las rodillas a escarbar en la desembocadura esperando encontrar algo. «Salí de ahí, que puede ser peligroso. No sabés lo que bajó con el agua», la reto y la convenzo de que es mejor intentarlo con luz de día.

Luna menguante
Luna llena

Volvemos caminando los kilómetros recorridos por la arena hacia el pueblo de Puerto Pirámides. La luna brillante que juega a limpiar el cielo y volver a esconderse intermitentemente, se coloca detrás de las barrancas y ahora nos llega sólo sombra.

Es marea alta y la playa se angosta. Tenemos que caminar por piedras y lo que antes era un espectáculo, ahora es una complicación: algunos lobos marinos pasan la noche en nuestro camino. No tenemos opción, salvo que pretendamos dormir con ellos. Despacio… y casi tarareando el «A ro-ro».

Barro
Barro

Llegamos finalmente, primero al pavimento y después a la luz de una pizzería. De sólo vernos los empleados se agarran la cabeza. «Nos agarró un alud y perdimos todas nuestras cosas. ¿Nos podrán indicar algún Hostel que se apiade de nosotros por una noche?», les pido. Pero están dispuestos a mucho más. Llaman a la intendencia, a la policía -que aunque no dan demasiada importancia al asunto pueden darse por notificados- y nos ofrecen un departamento donde dormir, ducharnos, cocinar y hasta ver televisión para despejarnos.

Recuperarse

Terminamos el día sin nada y al mismo tiempo nos sentimos más llenos y libres que nunca. Ya no tienen sentido las ataduras económicas ni las dependencias. El agua nos ofrece de alguna manera un borrón y cuenta nueva. Así lo sentimos y definimos, queremos empezar a viajar juntos por lugares hermosos, con experiencias intensas. Acompañando nuestros impulsos, bancando las carencias, disfrutando la plenitud. Nos vamos a dormir habiendo ganado más de lo perdido. Una sensación que te da el desprendimiento de viajar a dedo, ser mochilero.

El único inconveniente que se nos presenta es el pasaporte de Miri. Mi DNI estaba en un bolsillo de la mochila, bien valió esa última vuelta por ella. Pero coincidimos en que estamos yendo hacia el sur con la misma inercia irrefrenable con la que bajó el agua. No vamos a retroceder más de mil kilómetros para hacer administrativas cuestiones burocráticas. Va en contra de todo lo que nos está impulsando. Ya resolveremos.

Durante la noche, mi compañera me hace pedirle -mitad en broma, mitad en serio- a un Santo brasilero para que aparezcan nuestras cosas. Sâo Longuinho (para mí pronunciado ‘solonguiño’ hasta que lo googleo) es «el funcionario número uno del Departamento Celestial de Hallados y Perdidos». Yo lo imagino como una criaturita extraña que le gusta coleccionar cosas. Aparentemente se le ofrecen tres ‘pulinhos’ (saltitos) de ofrenda, si aparecen. Como nosotros perdimos casi todo, hago una generosa oferta de diez saltos.

Amanecemos ya no resignados, sino despreocupados. Lo hacemos alrededor del mediodía y, con el termo bajo el brazo, agradecemos a quienes nos ampararon. Vamos a disfrutar de la arena otra vez. Diferente, ésta. No nos mueve en esa dirección la necesidad, la angustia o desesperación, sino la curiosidad. Es casi un juego, «A ver si encontramos algo».

La fortuna del viajero

A 15 metros de la ‘zona 0’ de nuestro nuevo viaje cerramos los ojos fuertemente durante unos segundos mientras avanzamos. Queremos darle suspenso… Los abrimos.
«¡¡Ahí!!»

Nuestra carpa está en el mismo sitio en donde la pusimos. Imposible, si nosotros la vimos irse con la corriente… ¿La vimos? Jurámos que sí, pero acá está. Destruida, por supuesto, pero está.

Deducimos que la tierra la embolsó y tapó. Nos dio la sensación de que se la llevó, pero le pasó por arriba. De verdad, no lo podemos creer. ¡Y parece que tiene cosas adentro! ¡Todo! ¡Tiene todo adentro!

Recuperado
Lo recuperado

Rasgamos la tela casi con los dientes y, desde las zapatillas hasta las bolsas de dormir, nuestras remeras y la olla para cocinar están. También la mochila de mano y en ella lo que nos preocupaba: el pasaporte intacto. Ni siquiera húmedo. El dinero, todo recuperado. Lo único por hacer es sacar y lavar todo. Ida y vuelta al mar, un lavado natural con agua salada. Felicidad absoluta.

No nos quedamos a recorrer la península completa. Yo particularmente la conocía y sabemos también que no es la mejor época. Ya tuvimos nuestra inolvidable experiencia y ahora lo que queremos es volver a nuestra base en Puerto Madryn para contarla.

Hasta a la vuelta tenemos suerte y nos levantan rápido. Está claro que ésta jugó un rol importante. Somos afortunados. No sólo por recuperar la carpa, que sólo basta cocerla y comprarle varillas nuevas, sino principalmente por no habernos siquiera lastimado.

Fuimos negligentes. Hablo por mí ahora. Me jacto de respetarla, pero subestimé a la naturaleza como nunca había hecho. «Lo sabemos», nos dijimos con Miri cuando armamos nuestro iglú, «lo sabíamos» nos dijimos cuando desapareció. La próxima vez seremos coherentes. Más que saber, seremos conscientes. No siempre va a acompañar la fortuna del viajero.

Las Rutas del Flaco

Sobre el autor

Franco Barletta

La vida del viajero es tan increíble que para quien no la lleva es ficción. Pero en toda ficción hay biografía y son las experiencias las que nos demuestran que la realidad siempre, siempre la supera...
Las Rutas del Flaco.