Entre Berazategui y La Plata hay un Monte que resiste
“¡Mirá ahí!”, gritó Rubén señalando entre la maraña de plantas. “¡Acá hay uno! ¡Ahí hay otro!”. Me paralicé y dudé si preguntar o hacer silencio, como si con algún sonido me expusiera a algún animal. “¡Estos son todos Coronillos nuevos!”
Voy a blanquear mi ignorancia botánica: siempre me gustaron las plantas, pero nunca me formé. Aunque saber del tema no necesariamente te hace celebrar la aparición de un brote como un gol a los ingleses, es a lo que se dedican en la Reserva de Biósfera de Pereyra Iraola.
Midiendo milímetro por milímetro el crecimiento de Talas, Molles, Saucos y Coronillos, entre otros árboles autóctonos, buscan recuperar el paisaje original de la región, al mismo tiempo que repelen el avance urbano.
La Estancia San Juan, perteneciente a la familia Pereyra Iraola antes de su expropiación para la conformación del Parque en 1948, fue forestada con una cantidad impresionante de plantas exóticas invasoras.
Mientras me ofrecía un fruto de Tala que yo confundía con Chal Chal, Rubén me explicaba: “Es imposible que recuperemos todo lo que alguna vez fue Monte, pero si preservamos los suficientes árboles, podemos tener semilleros e imaginar otro panorama de acá a 50 años”.
En un laburo de locos, combaten a mano hiedras y madre selva que avanzan con una velocidad impresionante sin importar si en frente hay un árbol caído o en pie. Todo lo tapan.
Tanta oposición nativa-invasora, sin embargo, no ttenía en cuenta la rebelión de algunas exóticas. Los Eucaliptus y los Mandarinos no son autóctonos, pero a diferencia de la Mora que se propaga, generan las condiciones propicias para el desarrollo de Talares.
“Así podemos generar una comunidad. Son árboles que no son de acá, pero no molestan tampoco. Atraen aves que consumen y dispersan las semillas de las locales y, al ser tan añejos, logran bloquear con su porte cualquier pisotón de ganado que pueda quebrar algún Coronillo incipiente”, me contaba Rubén que en esos casos simplemente los dejan y eventualmente mueren solos, cumpliendo su ciclo y colaborando a proteger el Monte.
Volvimos para la seccional alrededor de las dos de la tarde. Ahí esperaba la otra comunidad del Pereyra: entre Guardaparques, gente de mantenimiento y otros compañeros reunidos alrededor de un fogón encontré por primera vez al plantel completo de un equipo de preservación.
Con dos cosas puntuales me sacaron la ficha. No estiré la mano cuando la mesa recibió un chivito asado a la cruz. En todo caso la extendí para sacar de mi mochila un tupper que tenía unos fideos con verduras salteadas y que exponía mi veganismo. La segunda evidencia de mi foraneidad fue cuando al tercer insulto al aire de los comensales pregunté qué era lo que caía del árbol que nos daba sombra. “¿Nunca te picó una gata peluda?”
Las dos cosas traté de dar vuelta a mi favor para contar de dónde vengo y a dónde voy. También trocaba un “Me interesa la bioconstrucción” por un “Haceme acordar que te ponga en contacto con tal, que la tiene clara en eso”. Recibía “Si pasas por tal lado, no podés dejar de hacer esto” y devolvía “¡Paso! ¡y contame más!”. A medida que develaba mi propósito y recorrido, me transformaba en el Eucaliptus en convivencia con el Tala.
Por la tarde, para volver a Buenos Aires, desandé los cinco kilómetros de camino entre la Estancia y la estación de tren pensando en la imagen que me dejaba la jornada. La verde comunidad del Pereyra Iraola recibiendo al porteño mochilero, aparente invasor, para aceptarlo como exótico colaborador.
Entre Berazategui y La Plata hay un pulmón de Monte que resiste y algunos nos pasamos de bando para contribuir, mostrando un poco de qué se trata.