Rescatar la historia para consolidar el presente y proyectarse hacia el futuro. Esta fue la premisa de la Ópera de Roma cuando decidió armar su Archivo Histórico y Audiovisual, una colección enciclopédica de todo lo que fue presentado en los 136 años que transcurrieron desde aquel 27 de noviembre de 1880, cuando abrió sus puertas por primera vez para albergar Semiramide, de Rossini.
“Tener la necesidad de conservar el patrimonio es algo que ocurre en todos los teatros importantes del mundo”, explica Francesco Reggiani, responsable del archivo histórico y audiovisual de la Ópera de Roma. “Lo que nos diferenció es que tuvimos, además, la estructura y el espacio para llevar a cabo esa iniciativa”. Reggiani es uno hombre de unos setenta años absolutamente apasionado por su trabajo. Sólo tiene una queja: “Estar a cargo del archivo implica llevar siempre a todos lados un llavero enorme, el que permite entrar a cada una de las salas donde almacenamos nuestros tesoros”.
La construcción del teatro, que demandó sólo 18 meses, fue planificada por la misma persona que le dio el nombre al edificio, Domenico Costanzi (1810-1898), y ejecutada por el arquitecto milanés Achille Sfondrini (1836-100) especializado en acústica y en la restauración de coliseos artísticos. La decisión de diseñar la sala principal con forma de herradura de caballo apuntó a su objetivo: lograr que la estructura interna fuese una “caja armónica”. Esa primera versión tuvo espacio para 2.212 espectadores, tres niveles de palco, una galería y un anfiteatro. Los frescos de la cúpula fueron obra de Annibale Brugnoli.
Cercano a la estación terminal de trenes Termini y a la espalda de la Vía Nazionale, el teatro está hoy ubicado en una zona de bajo tránsito. Quien camine distraídamente por la Vía Torino (una calle angosta, que parece no esconder nada) y llegue hasta la Piazza Beniamino Gigli se sorprenderá con su frente, moderno y sutil si se lo compara con otras grandes casa de ópera italianas.
Inestabilidad en la dirección
Los primeros años estuvieron signados por los cambios de mano. Costanzi fue, a su pesar, el primer administrador. Se suponía que la obra la había encarado para Roma pero la municipalidad se negó a comprárselo una vez que estuvo terminado y, como había invertido casi todo su patrimonio en él, decidió seguir adelante y convertirlo en un negocio. Sus logros artísticos no fueron menores: fue anfitrión de los estrenos absolutos de obras que luego serían de las más célebres, como Cavalleria rusticana (el 17 de mayo de 1890) o L’amico Fritz (31 de octubre de 1981), ambas de Pietro Mascagni.
A la muerte de Domenico, su hijo Enrico heredó la responsabilidad. En su breve período al mando se estrenó Tosca, de Puccini (en enero del 1900), lo que se considera aún hoy como el mayor hito en la historia de esta ópera. Walter Mocchi (1870-1955) lo adquirió en 1907, como representante de la Sociedad Teatral Internacional y Nacional (STIN) y su esposa, Emma Carelli (soprano) quedó en la dirección en 1912. En este período, el teatro extiende sus brazos hacia América Latina: sus compañías se presentaban en el Ópera y el Coliseo de Buenos Aires (a partir de 1914 se incorporó en estas giras al Teatro Colón), en el Municipal de Santiago de Chile, en el Solís de Montevideo y en los teatros municipales de Río de Janeiro y San Pablo, en Brasil. “Incluso, se llegaba hasta ciudades del interior de esos países, como por ejemplo Rosario y Córdoba”, explica Reggiani. El alcance investigativo del archivo histórico abarcó estas numerosas ramificaciones.
En 1926, la gobernación de Roma se hizo cargo del teatro (que, además de los frecuentes cambios de dirección, modificaba más velozmente su razón social) y nunca más saldría de la órbita oficial. Las puertas se cerraron el 15 de noviembre y permanecieron así durante el poco más de un año que demoró la restauración parcial. La interpretación de Nerone, de Arrigo Boito, bajo la dirección del maestro Gino Marinuzzi fue el punto de partida de esta nueva etapa, con el nombre de “Teatro Real de la Ópera”, un apelativo noble que duró hasta la proclamación de la república, cuando se convirtió simplemente en “Teatro de la Ópera”. En 1958 experimentó su última reestructuración.
El archivo es público, abierto y demandó varios años de trabajo. El resultado es sorprendente: conserva 11.000 bocetos de escenografía, 84.000 piezas de vestuario (“No todas se conservan físicamente dentro del teatro”, detalla Reggiani) y un incontable número de documentos fotográficos de los espectáculos, programas y afiches, notas periodísticas (la hemeroteca arranca con materiales en 1911), audios (incluye todos los registros a partir de 1960) y videos (con todas las capturas desde los ’80). Todo está incorporado a un sistema integral, de forma tal que si un investigador busca información sobre Verdi, lo coloca en una pantalla similar a la de Google y recibe, en tiempo real, referencias sobre todo el material archivado relacionado con el trabajo de este artista.Se puede visitar de lunes a viernes de 9.30 a 13.30. Hay visitas guiadas y regularmente se publican textos con investigaciones enfocadas en los propios materiales que atesora el archivo.
Los próximos pasos
Finalizadas la clasificación y el almacenado de todo ese material, se encaró la segunda etapa de trabajo, aún en proceso: la unificación de todo el contenido audiovisual en una única base digital de medios. En una sala se apiñan dispositivos de las más diferentes tecnologías, analógicas y digitales, y de todas las épocas: desde Betacam hasta VHS, desde pasacasetes de audio hasta DVD. Todos ellos están enlazados a una computadora que recibe el contenido final en formatos estándares digitales.
Los tesoros están guardados en las diferentes salas del teatro: la biblioteca, la sala de audios y la sala de bocetos (a la que se accede tras incorporar una clave, debido a que alberga piezas cuyo valor supera los 9,3 millones de euros), entre otras. De ahí el llavero cuantioso que Reggiani lleva prendido a su cintura. Dispone para el público de dos salas de lectura, una de consulta y una para escuchar u observar los materiales registrados.
Uno de los principales logros del archivo es haberse posicionado como un activo para la población romana. “Cada vez más son los habitantes de la ciudad que donan elementos personales relacionados con la ópera porque confían en nosotros como entidad de conservación”, detalla Reggiani, quien recuerda una anécdota durante un encuentro con el expresidente argentino Raúl Alfonsín. Reggiani, quien tiene un buen manejo del español debido a su pasión por las corridas de toros, le contó el proyecto, a lo que Alfonsín respondió que le parecía “bárbaro” lo que estaban haciendo, sin considerar que estaba usando un argentinismo. Reggiani se preocupó, porque no entendía qué tenía que ver su civilizada iniciativa con la barbarie de la que había sido acusado. “Luego Alfonsín me explicó que en su país ‘bárbaro’ significaba ‘excelente’”, recuerda entre risas.
El archivo crece de manera continua y es intención de la Ópera de Roma realizar muestras itinerantes en diferentes partes del mundo. “Tenemos una fuerte identidad cultural y la queremos difundir”, sostiene Reggiani, para quien la creación del archivo fue un paso fundamental para consolidar el teatro en el panorama de la ciudad y de sus habitantes. “Sin memoria, no hay futuro”, concluye.